Cuando danza la lluvia

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Hace semanas que...


Hace semanas que…

Hace semanas que el aire huele diferente. A limpio, a calma, a paz. Me gusta salir a la ventana a ratitos, cerrar los ojos y tener esa extraña sensación de encontrarme en otro lugar, tan lejos de la ciudad en la que vivo y donde las prisas se habían convertido en nuestro primer aliado.

Este extraño momento en el que vivimos ha llegado para recordarnos lo mal que lo estamos haciendo pero lo bien que lo podríamos hacer. Cuando el ser humano corre, pisa, atropella, ordena y decide sin mirar alrededor, sin miedo a romper, sin conciencia que le haga recapacitar, el mundo se debilita, el mal nos acecha y la vida se nos va…

¿Seremos capaces de construir un mañana diferente, más puro, fácil y mejor? Si, me gustaría creer que cuando salgamos de esta pesadilla podremos volver a tener sueños y seremos capaces de cambiar las cosas. Porque ahora sabemos que no nos cuesta caminar unidos, que por muchos que seamos podemos acortar distancias y avanzar al mismo ritmo y porque hemos aprendido algo muy bonito y necesario, que juntar nuestras fuerzas para conseguir que este pequeño gran mundo sea especial es posible.

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Ana mira fascinada...

Ana mira fascinada la puerta gris perla que flanquea la sala de fiestas mientras el portero la abre para darles paso a su interior. Es la primera vez que acude a un acto de etiqueta y sabe que posiblemente será la última, solo está allí por casualidad, por estar en el lugar adecuado y en el momento propicio en el que sobró una de las invitaciones que le permitirían poder pasar sin duda la noche más glamurosa de su vida.

Se abre paso entre la gente, sin soltar la mano de su marido, caminando apresurada  y movida inconscientemente por el mismo nerviosismo que no le ha permitido ni parpadear desde que llegaron al edificio.

Observa la decoración; la kilométrica escalera que se pierde hacia las plantas superiores, la lámparas de pedrería brillante, las copas de cristal de bohemia y sobretodo a los demás invitados; sus trajes elegantes,  las joyas, los delicados andares de ellas, los apuestos gestos de ellos…

Y es entonces cuando le ve. Allí, en el primer escalón de la escalera junto a un reducido grupo formado por tres hombres más y una mujer. Sosteniendo una copa medio vacía en la mano y sonriendo a las palabras que ella les dedica.

El también la observa, no sabe si desde el mismo instante en que ella le miró pero si de la misma manera en que ella lo hace.

Y Ana deja por unos segundos de estar allí…Se deja llevar por un escalofrío intenso de excitación y deseo que la marea, le provoca un suspiro tras otro y la eleva a otro estado, a otro momento y mentalmente a otro lugar.

Se miran, se siguen mirando entrecortadamente durante algunos minutos hasta que él coge de la mano a su compañera, se besan y muy despacio suben la escalera.

Observa como desaparecen por el largo pasillo de la derecha, despacio y abrazados. Espera que  vuelvan a aparecer. Pero no lo hacen.

Ana aprieta fuertemente la mano de su marido, necesitando sentir todo eso ahora con él. Intentando no sentirse culpable por haber soñado con otras manos, otro cuerpo y otros labios que la besaran. Piensa, “soy humana,  estas cosas pasan”, eso la tranquiliza, le hace sentirse mejor.

Vuelan las horas y se divierten, charlan, bailan y ríen con sus conocidos pero no ha dejado de mirar en toda la noche la escalera y la bandeja de plata que preside una de las mesas del hall. Decenas de pulseritas rojas la adornan y aunque ambos están en desacuerdo con ese tipo de prácticas ella no puede dejar de pensar en él: en sus labios, su cuerpo y en la posibilidad de deslizar una de ellas por su mano, cuando él parezca, para gritarle en silencio, que está dispuesta a tocar el cielo a su lado.

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Simplemente se quedaron allí...

El la cogió de la mano y salieron por la puerta del fondo hacia la camioneta. Robert abrió la puerta, apoyo el pie en el estribo, luego volvió a apoyarlo en el suelo y abrazó otra vez a Francesca durante varios minutos, sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Simplemente se quedaron allí, dándose y recibiéndose, imprimiéndose de modo indeleble el uno en el otro. Reafirmando la existencia de ese ser especial del que habían hablado.
                                                                                  “Los Puentes de Madison. Robert James Waller”

Cuando me preguntan por mi libro preferido sin duda respondo  que este. Me cautivó desde la primera vez que lo leí.

Obra maestra o no, al margen de calificaciones ni comparaciones, para mí es un libro especial porque la historia fue y es capaz de acercarme hasta los personajes y consigue cada vez que entro en el mundo de Francesca y Robert que sienta como míos cada uno de sus momentos.

Me hizo reflexionar sobre el amor… el amor entre dos personas más allá de lo material, terrenal e incluso espiritual… sobre la probabilidad de que en la vida exista alguien que pueda complementarse al 100% conmigo y me haga querer, amar, sentir, desear e incluso vivir en una nube cada minuto de mi vida a su lado.

Se dice que en la vida escogemos a nuestros amigos, a nuestras parejas… ¿pero es cierto? Escogemos, si, a aquellas personas que se cruzan en nuestro camino pero y si en este círculo no se encuentra esa persona especial? El roce hace el cariño, muchas parejas comienzan y acaban juntas amándose con locura pero y ¿si existe alguien capaz de elevar esos sentimientos hacia límites inimaginables?

Yo sigo pensando que no quiero conformarme solo con algo bueno, que quiero todo y más… que aunque pueda tener un mal final cosa que nunca sabré si no me arriesgo, quiero a alguien a mi lado que me mire, que me escuche, que me halague, que me sorprenda, me valore, me respete y me haga soñar a cada minuto…  y tengo claro, porque en algún momento ya lo he vivido, que cuando llame a mi puerta, solo con una palabra y una mirada igual que le ocurrió a Francesca, sabré que es el.

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Sigue soñando...
Ella camina despacio hacia su casa. No deja de sonreír.
La gente la mira pero no se da cuenta. Sueña, sigue soñando desde aquel “Hasta mañana”.
Se siente llena de energía, viviendo un sueño del que seguro ya no va a despertar.
Sabe que algo en su vida ha cambiado y ya no estará sola.
Mira el reloj, todavía faltan horas para volver a clase, se le hará interminable.
El se apoya en la ventanilla del bus de camino a casa, mira a lo lejos y también sueña.
Piensa en sus ojos, sus labios, sus manos y la forma en que camina.
No puede dejar de inventar momentos cada segundo que la impaciencia por volver a verla le deja.
Ya tiene su teléfono, quiere llamarla, volver a oír su voz y no puede esperar a mañana.
-Hola. Soy yo. ¿Quieres salir esta tarde?
-Claro. Te espero en el parque.
-Allí estaré, a las 6. Un beso.
-Un beso.

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